A few days ago, the Scottish historian Phillips O’Brien wrote a very revealing article about the military doctrine of the United States during a very specific period of the Cold War. He dusted off, O’Brien, a very famous concept among military analysts, not so much among the general public: something called massive retaliation; in Spanish, massive retaliation. our man at the University of Saint Andrews recovered for the cause a speech fromthe secretary of state of Eishenhower, John Foster Dulles, of 1954. Then, before the Council on Foreign Relations, the American diplomat came to say that “no local defense” is so effective for keep at bay to lthe Soviets as make them know that on the other side of the border youyes wait “the power of massive retaliation.”
So whatwho wanted read Dulles in Moscow between the lines, with Stalin already embalmed, could do it without difficulties.
Which raised General Eishenhower’s Administration was, in essence, that “the United States was losing strategic and economic opportunities by not taking advantage of the nuclear threat.” That “yes“If you can use nuclear bombs to get your way,” added Professor O’Brien, “why employ a gigantic army of a million soldiers?” To theThe experts of the democratic opposition, however, never youyes convinced Dulles’ strategy: they saw her “hyperaggressive and not credible”. AND, to tell the truth, the plan neither seemed to fall in love with Eishenhower, who increased military spending between 1954 and 1958 being able to rely only onl memory of Hiroshima and Nagasaki.
¿Qor why it’s worth looking back before give in to despair and preach about the imminence of a nuclear apocalypse?, Professor O’Brien came to propose. Because andIn the fifties, like now, there was panic, and the experience of the last military president of the United States it’s a good starting point for addressesr the psychological stratagems of Vladimir Putinthe only international leader—along with the North Korean Kim Jong-un– that takes out all the time the atomic letter to try to get their way.
Russian propaganda repeats it all the time. His president had to adapt the nuclear doctrine to the times to open ears of West, despite the fact that the West has limited itself to reacting to Putin’s actions since coming to power—The last chapter includes import of thousands of North Korean soldiers to fight in Europe. In this way, heAuthorization for Ukrainians to use long-range missiles from United States, United Kingdom either France against military positions inside Russia was an intolerable “escalation,” Putin protested, the last straweither the glass: was NATO’s definitive entry into the war and deserveIa a response to match.
That response is up to par. includingwould go that Russia, now yes, reserves the right to return any aggression perpetrated by a foreign nation supported by a nuclear power —the list is short— with atomic weapons.
lor next thing the Kremlin did to intimidate the allied democracies was launching a new missile against a Ukrainian city. The projectile was empty, the Russians accepted, but on the next occasion could go loaded with what the Europeans already they know. But, un month later, Ukrainians are still shooting missiles Americans and British against certain positions within Russia without Putin have translated the threats in facts, and almost all specialists military influence, like American democrats in the past, on the old conviction: Hyperaggressive reactions are often not credible. It is a different matter that they are, however, useless.
El viejo truco tiene su eficacia
El problema que observan los analistas más reputados es precisamente ese: los mensajes de Putin no están dirigidos a sus pares, sino a las bases —por redes sociales, por medios de masas—. Moscú sabe, desde hace tiempo, que la hiperagresividad es mucho más creíble entre el público general que en los cuarteles militares. Y no hay muchos políticos en Europa, con la excepción de los bálticos y los polacos, entregados al esfuerzo de quitarle hierro al asunto. “No hay que tomarse tan en serio a Putin”, explica Amy Knyght, una de las principales estudiosas de la KGB y la Rusia poscomunista de Estados Unidos. “Lleva haciendo estas cosas desde que invadió Ucrania. Quiere que la gente en los países de la OTAN se asuste y presione a sus líderes para llevar a Ucrania a firmar una paz con Rusia en condiciones desfavorables”.
Putin exprime, como añade el historiador Ian Garner —experto en la maquinaria propagandística del Kremlin y autor de Generación Z. En el corazón de la juventud fascista rusa—, que los occidentales vemos y escuchamos a los políticos rusos y creemos que “operan con las mismas estructuras y la misma lógica que nosotros”. Así que cuando Putin anuncia un cambio en la doctrina nuclear, pensamos que le mueven los mismos impulsos que a su homólogo británico, francés o norteamericano, y nada más lejos de la realidad.
“En Occidente”, desarrolla, “la doctrina nuclear es una promesa hecha por nuestros gobiernos a los civiles, a los militares y al resto de países, y si alguien traspasa los límites establecidos, todos saben el resultado que cabe esperar”. “Pero en Rusia”, continúa, “el país está dirigido por Putin y un puñado de personas más que no utilizan la doctrina como una promesa, sino como una parte más de una escenificación política mucho más grande diseñada tanto para intimidar a los occidentales como para transmitir al público ruso cierta confianza en el poder, la fortaleza y la seguridad de Rusia”.
Esto se resume en que “no sabemos cuáles son las probabilidades de que Putin acabe lanzando una bomba nuclear, pero podemos estar seguros de que un cambio de doctrina ni aumenta ni reduce esas probabilidades”. Garner, como Knight, insiste en que el truco es viejo. “Cada vez que Occidente hace un pequeño movimiento de apoyo a Ucrania”, dice, “el Estado ruso aparece con el vocabulario más extremo y más hiperbólico que puede usar, y ya ha dicho muchas veces que la OTAN ha entrado en la guerra: es un teatro, es un espectáculo, esto no va de avisarnos sobre lo que van a hacer realmente”.
Amy Knight, además, aporta un detalle: Putin es un genio de la intimidación, pero no es un gobernante irracional y no tiene “inclinaciones autodestructivas”. Al contrario, apunta, es un hombre bastante preocupado por su vida. “La pandemia lo llevó a un aislamiento paranoico fuera de Moscú”, escribió en una tribuna reciente en el Wall Street Journal. “Quienes le visitaban tenían que respetar una cuarentena de dos semanas y pasar por un túnel desinfectante antes de reunirse con él al otro extremo de una mesa de seis metros de largo. Putin suele llevar consigo su propio termo blanco cuando acude a conferencias y cenas con líderes extranjeros, y viaja por Rusia en un tren fuertemente blindado”.
No son señales, en fin, de un hombre dispuesto a correr el riesgo de iniciar un intercambio nuclear que acabe con su vida. “Putin quiere estar en el Kremlin el mayor tiempo posible”, agrega Knight al teléfono, “y no me parece que tenga demasiadas ganas de terminar la guerra en Ucrania. Puede que sus políticas hayan sido muy agresivas, pero han servido para sus propósitos, y no veo cómo el uso de un arma nuclear puede contribuir a los mismos”.
Los propagandistas del terror ruso, coinciden ambos, tienen buenos colaboradores dentro de Occidente. No son sólo los políticos a sueldo o afines, los canales temáticos, las redes sociales. Garner y Knight añaden, al inventario, un altavoz muy útil: los medios de comunicación tradicionales. El historiador menciona la devoción de los periódicos y los telediarios por “los titulares excitantes”, y por “recoger cada amenaza, no siempre con su contexto”. Y se nos escapa, a su vez, que Rusia “también está en guerra con Occidente: una guerra de espionaje, de sabotajes, de ciberataques muy violentos…”.
“Pasamos tanto tiempo hablando de las amenazas extremas”, advierte, “estamos tan pendientes de la puesta en escena que nos ha preparado Putin, que apenas hablamos de lo que realmente importa, de lo que realmente está pasando”. Y lo que realmente está pasando es también que, para Rusia, al margen de las noticias habituales, el desgaste es inmenso. Les falta mano de obra, tienen la inflación y los tipos de interés disparados, dependen más de lo debido de los chinos y de sortear las sanciones occidentales, invierten alrededor del 8% de su PIB en una “operación militar especial” pensada para ser relámpago —es más de lo reserva España, por ejemplo, a Sanidad— y, de acuerdo con la Inteligencia británica, han muerto más de 750.000 rusos en el frente desde 2022. Los norcoreanos, en cierto modo, vienen a llenar los féretros que Putin quiere que dejen de volver a Rusia a esta velocidad y escala abrumadora.
“El principal problema”, recoge Knight, no son las armas nucleares. “El principal problema”, cierra, “es que no hemos entregado lo suficiente a Ucrania para ganar la guerra, y ahora me temo que quizá sea demasiado tarde para que le dé la vuelta a la situación”.
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